lunes, 12 de abril de 2021

Mala hierba

 

Mala hierba


Todo cambió el día que murió él tío Fidel. Salió de casa sentado en una silla de madera, transportado por mi tía Vicenta y mi primo Pepe. Ya nada fue igual en esa familia que me acogía todos los veranos.

Recuerdo la imagen de aquella tarde. Fue mi primer contacto real con la muerte. Un pensamiento que hasta entonces rondaba dentro de mí y que tomó la forma del tío Fidel. Blanco, rígido con la cabeza caída, llevado en volandas por una extraña comitiva fúnebre que atravesó el corral y desapareció por la puerta. A mí me dejaron en casa de la vecina.

Ni rastro de mi primo Pascualín.

Al día siguiente, el velatorio. Murmullos y viejas de negro. El cuerpo de tío Fidel estirado en una cama, en una habitación que hacía años que no visitaba.

Mi padre vino a recogerme, nos despedimos de mi tía Vicenta y me abrazó fuerte. De vuelta a Valencia, se acabaron las vacaciones.

Después de los años, regreso hoy al pueblo. Hay pocas cosas que me resultan familiares, quizás lo único, el cementerio.

 

-Paquito, la tía se ha muerto, hace tiempo que perdió la cabeza, no te preocupes, ya no era ella. -El entierro es mañana a las dos.

 

Esas fueron las palabras que salieron del teléfono. Mi primo Pepe, siempre tan serio y parco, pero tenía razón, mi tía Vicenta ya no fue la misma desde aquel verano. Quiero pensar que no murió sola en la residencia. Que al menos, en el último momento, le acompañaron de sus muñecas.

Era una familia ensamblada por la energía de mi tía Vicenta. Ella era ancha y robusta, sonrosada. Mi tío Fidel, un hombre pequeño y enjuto. Militar de carrera. Debajo de su frente resaltaban unas cejas pobladas. Más abajo, de su nariz, asomaban unos pelos que sacaban de quicio a mi tía.

-Pareces una morsa, ven aquí que te corte esos pelos de la nariz, por Dios, repetía mí tía y Fidel le dedicaba una mirada cómplice y asentía con un pequeño movimiento de su enorme frente acantilada.

Se querían, pero hacía tiempo que ya no dormían juntos. Al poco de nacer Pascualín, mi tío decidió que tuvieran habitaciones separadas. Él se fue a un pequeño cuarto en la planta baja de la casa y mi tía se quedó en la habitación de matrimonio en la planta superior, que con el tiempo se convirtió en un improvisado taller de costura. Mi tía cosía vestidos y accesorios para las Nancy. Todas las semanas venía una furgoneta de la fábrica de muñecas Famosa a llevarse lo que mi tía cosía.

Mi primo Pascualín tenía una colección de muñecas Nancys en su cuarto con todos los modelos de vestidos que durante años había cosido mi tía.

El protagonista de la casa era mi primo Pepe, ese verano aprobó una plaza de bombero. Era alto y robusto, y cuando salía uniformado por la puerta, hasta las vecinas se asomaban a la calle para verlo.

Mi primo Pascualín dibujaba muy bien, mi tía decía que era un artista. Tenía obsesión por los palomos. Los dibujaba en todas las posiciones y de todas las formas y tamaños posibles. Algunos incluso los dibujaba con vestidos de la Nancy.

Cuando mis tíos no estaban en casa, Pascualín fumaba unos cigarros largos de boquilla dorada mientras se miraba al espejo dejando salir el humo lentamente de su boca. Lo que más me gustaba de Pascualín era su enorme estuche de lápices perfectamente ordenados por colores, no podía dejar de mirarlos.

En la biblioteca del pueblo se estaba fresquito y yo acompañaba a Pascualín, me quedaba en el pasillo de los tebeos y él se sentaba en una mesa con su amigo Cosme al que le enseñaba sus dibujos.

Pascualín y Cosme llevaban camisas de floreadas, mi tío Fidel decía que eran unos descarados.

Después del incidente de aquella noche, ya no volví a acompañar a mi primo a la biblioteca.

La habitación del tío Fidel estaba junto al corral de los palomos y allí pasaba las horas leyendo el periódico y escuchando la radio en una mesa camilla por la que asomaba una omnipresente escupidera. Cuando arrancaba a toser, movía con una pierna ese artefacto lleno de serrín y lo situaba debajo de su boca dejando caer lentamente el escupitajo. Siempre acertaba.

Hacía tiempo que el tío Fidel estaba enfermo, le costaba respirar y sé movía lento, pero eso no le impedía salir al corral y quitar las malas hierbas. Las arrancaba con furia, como cuando alguien planta una simiente y no crece como se espera.

Caudete era un pueblo áspero de calles polvorientas, con poco asfalto y tormentas de granizo. Hasta los columpios del parque eran de hormigón armado. Habían sido donados por el “Tejaino”, constructor y primo lejano de mi tía Vicenta. El “Tejaino”, era dueño de un taller y un concesionario de coches y también de la única gasolinera del pueblo. Su verdadero nombre era Joaquín, aunque todos lo conocían por el “Tejaino”, por su afición de pequeño en ir por los tejados del pueblo cazando pájaros. Luego los pintaba de colores y los vendía los sábados en el mercado. Ahora recogía coches accidentados en la carretera con su camión grúa.

Caudete era el oeste salvaje. Se convivía con la crueldad. Los niños jugaban a cazar animales y la muerte sucedía sin tragedia, de un golpe seco. La pedrada de un tirachinas, el perdigonazo de un rifle de aire comprimido o la violencia de un cepo.

En el Quiosco de la plaza, los más jóvenes compraban cigarros sueltos y se los fumaban como si tuvieran prisa de llegar a viejos.

Por la noche en el pueblo reinaba el silencio, y un baile de semáforos en ámbar

Todo cambiaba en la semana de fiestas. “Moros y Cristianos” que comenzaban con la “Noche de retreta. Euforia, alcohol y carreras de jóvenes. Chicas persiguiendo a chicos. Papeles cambiados en la oscuridad de los callejones.

El primer beso es algo más que un beso. Es algo metafísico. Inés era un chicle de clorofila con suave envoltura plateada. Miradas sostenidas y dos lenguas nerviosas que chocaban. Sobrevolaba un sentimiento de pecado y profanación.

Nada que ver con el encuentro con la “Cati” en la piscina hacía dos semanas. Vino a buscarme una amiga suya para decirme que nos veríamos detrás de los vestuarios. 

-Ven pa cá, chiquito Valenciano. Me dijo. Yo me acerque obediente.

-Tócame las tetas y sácatela.

Mientras con una mano le tocaba las tetas, con la otra me la saqué del bañador bien empalmada. La “Cati” tenía unas tetas enormes, pero yo no podía dejar de mirar una pequeña sombra debajo de su nariz. Algo parecido a un difuminado bigote.

La “Cati” era una de las chicas más atrevidas del pueblo, pensé por un momento que me la iba a menear, o que se la metería en la boca, Pero nada de eso sucedió. 

-Anda y guárdatela que todavía tienes poco rabo. Y la “Cati”, desapareció.

Fue un verano lleno de impulsos y sentimientos encontrados. Al recordar embellecemos algunos hechos. Llenamos de romanticismo una épica criminal como la afición de los jóvenes del pueblo a cazar pájaros. Subir a los árboles y atacar los nidos. Llevarse las crías que piaban desconsoladas. Hay otros recuerdos que se te atragantan y los piensas a trompicones como cuando intentas caminar por un descampado lleno de escombros. Descubres que tu primo Pascualín te ha llevado a un descampado y te observa con mirada de gato hambriento y sales corriendo.

Ahora en este cementerio repleto de nichos, la tía Vicenta y el tío Fidel vuelven a dormir juntos.

Me despido de mi primo Pepe y ni rastro de Pascualín.

Paco Florentino


Nobody Home


El día que me di mi primer beso con un chico, pasó a la historia en mi familia como "el día del robo".

Habíamos pasado el fin de semana en nuestro apartamento de Cullera y, como venía siendo habitual, mis padres discutieron durante todo el trayecto de vuelta.

Yo tenía 14 años y una resaca ligera que me mantenía apática ante los insultos que se lanzaban, el llanto de mi hermana y los puños cerrados de mi hermano. Tenía, también, un pequeño trozo de papel guardado en el bolsillo que acariciaba como si se tratase de un bebé de pajarito.

En el papel, estaba escrito: Sergio 3617475.

Cuando por fin llegamos, la puerta de nuestra casa estaba abierta. Nos han robado, dijo mi padre, llamemos a la policía, sugirió mi hermano. Pero no fuimos capaces de esperar y entramos en nuestro hogar haciéndonos tapón unos a otros, como un rebaño de ovejas. Estaba todo revuelto, parecía que una pandilla de gremlins hubiera celebrado una fiesta. Mi hermano corrió a recoger del suelo de su habitación una caja de condones. Mi hermana se apresuró en esconder un sobre con marihuana. Mi padre resultó contar con un arsenal de revistas pornográficas y botellas de Chivas Regal, e iba quejándose de que no estaban todas, y mi madre y yo nos sentamos muy juntas en el sofá y nos miramos con nuestras barbillas apuntando al suelo. 

Esa noche soñé que había un hombre desconocido al otro lado de la puerta de mi habitación. Durante años, esa imagen acudió a mis noches de forma recurrente. 

Dos días después, abrigada con mi bata de dormir y con el corazón acelerado, me encerré en la salita para llamar a Sergio. Quería contarle lo del robo, lo de la pesadilla. Quería volverle a ver. Y que me quisiera mucho. 

Su hermana fue quien descolgó el auricular y me comunicó, con desafección, que Sergio se había matado en un accidente de moto. El funeral ya había tenido lugar y había sido incinerado. ¿Qué día había muerto? El 17 de marzo, el día que nos besamos. El día del robo. 

Era la noche de San José y las fallas se quemaban. Lo vimos en la televisión y el fuego me hacía pensar en los labios de Sergio, que me habían recordado al acercarse a los míos a esas flores con forma de trompetilla, a un baño caliente con espuma, a las humedades íntimas. Me obsesionaba el cambio de temperatura que la muerte habría llevado a su piel, devorada después por las llamas. ¿Y qué sabía de él? Ni siquiera su apellido. Que vivía en Mislata, que le gustaba Pink Floyd, que tenía tres perros a los que adoraba, que sus ojos verdes eran los más bonitos del mundo, y su pelo, largo y suave. ¿Qué amigos le habrían llorado?, ¿se habría dado cuenta de que iba a morir o habría muerto de golpe?.

Acariciaba el trozo de papel con su teléfono y susurraba: que en el cielo te hayan recibido montones de perritos lamiéndote la cara, los pies, las manos. Que duermas entre sus lomos y suene Pink Floyd todo el rato.Y ponía canciones a todo volumen hasta que los vecinos venían a quejarse y yo, ojerosa y extraña, quitaba la música. 

Años después, "el día del robo" seguía siendo un tema de conversación común en nuestra familia, trayéndome de vuelta el recuerdo de Sergio y desarrollando en mí una tendencia de pensamiento catastrofista. 

Me había tatuado el triángulo de Pink Floyd y me había besado con muchos chicos desde "el día del robo", a quienes andaba regalando amor porque me atenazaba el miedo de que se mataran en el regreso a casa. Le había escrito a Sergio decenas de cartas explicándole cuánto me hubiera gustado conocerle y, cuando bebía, me daba por contar nuestra brevísima historia con la sensación de que mis oyentes no me creían, y es que ¿había existido aquel primer beso? ¿o lo había imaginado todo?.

Hubo una mañana en casa que, en cuanto al revuelo, nos recordó a todos al "día del robo". Mi padre ya había fallecido y mi madre repetía, "ay si esto lo hubiera conocido vuestro padre, qué mal uso le habría dado".  Fue el día que nos instalamos Internet. El chat mIRC se convirtió en mi entretenimiento diario. Mientras descargaba canciones, hablaba con unos y con otros. Antiguos compañeros de las clases de inglés y las estancias en Irlanda, desconocidos. 

Y entonces, un día, apareció él, un tal SergtheWall que me preguntó si yo era yo, si recordaba nuestro morreo en Cullera. Le pedí que intercambiáramos nuestros teléfonos móviles y, cuando me llamó, reconocí su voz al instante sin que esto me provocara un gran sentimiento. Le conté la conversación que había tenido con su hermana cuatro años atrás, intentando que entendiese que, para mí, estaba muerto. 

Qué cabrona, habríamos discutido o algo, yo qué sé. Yo no tenía tu número. 

Quedamos. Le recordaba mucho más guapo, los ojos más verdes, la voz más grave; le había elevado, nada menos, que al altar de los espíritus, y comparado con el Sergio que había creado en mi cabeza, el que estaba tomando cerveza conmigo solo era un tipo simpático, anodino, con una hermana sádica.  No le hablé de las cartas que le había escrito, ni de mi tatuaje. Y cuando nos abrazamos al despedirnos, no sentí nada. 

Pienso a menudo en el Sergio que murió, en su boca cálida convertida en ceniza. Al que resucitó nunca me lo he vuelto a cruzar, y la noche que quedamos, fue la última vez que tuve la pesadilla del hombre desconocido detrás de la puerta de mi cuarto. 

El día del robo se fue diluyendo entre acontecimientos más recientes, y ahora cuento la historia de mi primer beso entre carcajadas. 

Lo único que no ha cambiado es esta sensación de vértigo, de pérdida, como cuando roban en tu casa y te parece que no se han llevado nada y piensas sin parar, ¿qué es? ¿qué me falta?.














UNA HISTORIA DE PROGRESO

Eran inicios de los noventa y la España de los desahucios y los pelotazos inmobiliarios no era más que un futuro desconocido, aún por denunciar. Éramos sólo chavales de colegio de unos doce o trece años. Mocosos imberbes que frecuentaban la calle Obispo Viejo para ir a los billares. A pesar de que dicha calle estaba frente a nuestro colegio, cruzando la avenida, siempre había sido una calle solitaria que no tenía más que el poco tránsito vecinal de acceso a los portales. Así había sido, al menos, hasta que abrieron unos billares en la esquina. Era un barrio de edificios típicos del desarrollismo franquista de treinta años antes, con sus fachadas de ladrillo visto y sus pequeños balcones. Casas de largos pasillos, techos bajos y estrechos patios de luces donde conversar y tender la ropa con pinzas de madera que se guardaban en cajas de galletas vacías. 

No obstante, en la esquina contraria a los billares, como si de una aldea gala se tratara, resistía desde hacía más de 40 años una casa baja y vieja de paredes ligeramente abombadas y desconchadas, con una puerta de chapa pintada de verde. Una casa a la que el tiempo y la modernidad habían desplazado del extrarradio al centro y la habían vestido con barrotes en las ventanas y cerraduras de seguridad, aunque si os hubierais acercado por la noche, cuando candaban, todavía podríais haber oído, tras los giros de la llave en la cerradura, el sutil roce de un cerrojo antiguo deslizándose contra el metal y el chirrido al entrar rozando en las armellas. 

Siempre se contó que aquella casa la había levantado un matrimonio: Juana y Francisco, que habían comprado las tierras y elegido ese sitio en una colina cercana al río para sembrar su familia. La siembra tuvo como único fruto una hija a la que no tuvieron problemas en sacar adelante. Desgraciadamente el tiempo y las cosas siempre terminan mudando de piel y Francisco tal y como había visto crecer las casas a su alrededor hasta convertirse en aburridos e imponentes edificios, vio menguar la suya propia. Primero fue su hija, Adela, la que emigró a la capital tras casarse con uno de allí. Un buen muchacho, hijo de obreros de fábrica, trabajador y honrado. El primero de su familia en ir a la universidad, cuando eso aún valía para algo. Vino a estudiar a la ciudad, conoció a Adela, y acabaron casándose en la parroquia de Santo Tomás apenas a un par de calles. 

Pocos años después justo cuando Francisco acababa de jubilarse, se fue Juana. Nunca supo exactamente lo que le pasó. Estaba bien, como siempre, y un día empezó a encontrarse rara. Algún tipo de infección que no lograron controlar dio cuenta de ella en tan sólo siete días de ingreso en el hospital. Durante aquella semana, Francisco salía temprano por la mañana a visitarla. Iba atónito por la calle con una bolsa de plástico blanca con un par de manzanas y unas servilletas de papel, por si Juana las pudiese comer. Por aquello de que una manzana al día mantiene al médico en la lejanía, ya se sabe, y sobre todo, por que eran del árbol que habían plantado juntos cuando empezaron a construir la casa. Lo habían plantado en lo que ahora era el pequeño patio trasero y hasta ahora, todos los años había dado fruto. Pero Juana, se fue sin volver a probar otra vez las manzanas de su patio. Cuando la semana terminó y Francisco volvió a casa, taló el árbol. Empezó por arriba, con las tijeras de podar, cortando las ramas más finas y luego fue bajando poco a poco hasta entrada la tarde. Trabajó sin descanso, ausente. Sentía alivio cuando le ardían los músculos y los tendones mientras talaba el árbol en trozos pequeños. Cuando llegó casi al suelo, miró el tocón medio enterrado en la tierra oscura, pálido como un hueso y por fin, se puso a llorar. Estuvo tentado de comer una última manzana, pero no le pareció justo y las metió en una de las bolsas de basura de plástico negro en que había metido las ramas y las apiló junto a la pared del patio. El tampoco volvió a probarlas.

Adela, tras la muerte de la madre, intentó llevar a Francisco a vivir a Madrid, con ella y con su marido. Acababan de comprarse una casa nueva en una urbanización de las afueras. Allí podrían cuidarle mejor, tendría su propia habitación, y además la asistenta era majísima. Así estaría atendido hasta que llegaran los niños del colegio y ellos del trabajo. Habían montado una empresa y trabajaban mucho pero les iba bien. Francisco agradeció el gesto, pero se caló la boina y tras el funeral despidió a todos y se fue a su casa. Cuanta tristeza y soledad desprendían ahora sus muros. Cuanto silencio. Ahora, para él sólo, ya no cocinaba. Comía un par de veces algo de puchero en una tasca cercana y el resto de los días se arreglaba entre el pan, la fruta, la leche, los embutidos y los huevos fritos. Total, ya no tenía para quien cuidarse. Así que así día a día, casa e inquilino se fueron abandonando. 

Con el paso de los años, Francisco, al que ahora toda la chiquillería del colegio llamamos Quico, salía a mediodía y se sentaba en un taburete en el quicio de la puerta verde y la acera entreverando sol y sombra según el tiempo. Se cubría el pelo ralo con una boina negra hecha de migajas de polvo y tiempo mientras trajinaba con la navaja algún palo tallando figuras y matando el tiempo. Navaja con la que se le podía ver en cualquier momento pelando fruta, cortando las cuerdas con las que ataba las rejas de la ventana que estaban a punto de caerse o los cartones que amontonaba en casa. Esa navaja de cachas oscuras que nos erizaba hasta la nuca, era la misma con la que hacía ademán de amenazarnos cuando le gritabamos: ¡Quiiicooo! desde la esquina y salíamos corriendo como si fuese un ogro.

El juego era una ceremonia de paso, y como todo juego tenía algo de cruel. Al salir del colegio, rodeábamos los edificios de enfrente por las calles de detrás hasta llegar a la trasera de su casa. Entonces los más valientes, se arrimaban a la pared e iban con la espalda pegada andando hasta la esquina. Había que tener cuidado y evitar el ventanuco agachándose, no fuera que estuviera en esa habitación y al cortar la entrada de luz se oliera la jugada. Los que no eran tan valientes se escondían tras los coches agachados para ir hasta la esquina a mirar. Luego ya dependía de si Quico estaba en la puerta sentado o estaba trajinando con los cartones o las cosas que recogía de la calle, o estaba dentro. Si estaba saltaba uno hasta ponerse enfrente y le gritaba ¡Quicooo! Si estaba dentro, había que pasar corriendo y dar un puñetazo con el canto de la mano en la puerta de chapa verde para que retumbara por toda la calle mientras gritabas su nombre. El resto miraba escondido tras los burladeros improvisados de los coches y las esquinas desde donde se podía tener buena vista. Si todo iba bien se volvía al grupo henchido como un pavo. 

Como en todo juego, con la práctica y la repetición, la emoción se fue apagando. Al año siguiente, cuando Quico nos gritaba enfadado o nos amenazaba nos reíamos menos, quizá fue que nos empezamos a dar más cuenta. Dos cursos más tarde casi no se le entendía hablar sin dientes y la forma en que sus labios se precipitan hacia su boca le da un aspecto grotesco bajo la sucia boina negra. Adela y sus nietos, cada vez venían menos. Los niños se hacen mayores, tienen sus vidas, los amigos… aunque intentan llamarle por teléfono. Quico sabe que en el fondo lo que les pasa es que les da vergüenza verle, que han intentado mil veces convencerlo para que se mude con ellos o para que coja a alguien que le ayude, pero no quiere que nadie entre en su casa, en la casa de su Juana. De hecho, últimamente ha recibido suculentas ofertas por su parcela que ha rechazado. Los malditos constructores han llegado incluso a llamar a su hija a Madrid para que le convenza. Lo peor es que ella ha tenido la desvergüenza de intentarlo. Parece que la empresa no les va tan bien como debiera.

Al final sólo habla ya con tres o cuatro chavales de quince o dieciséis años que se detienen a la salida de los billares o cuando van y vuelven al colegio por las tardes. Sabe que lo hacen por pena, porque no les gusta lo que le hacen los otros chicos que le insultan y le gritan Quico. Estos le caen bien, aunque recuerda cuando eran ellos los que le gritaban. Les cuenta su vida, algunas veces les habla de su hija, pero siempre les habla de su mujer. Les enseña alguna vieja foto y lo que él llama sus pequeños tesoros, cosas que ha ido recolectando por ahí, todos estos años para entretenerse. Ve sus caras de pena y preocupación. Le preguntan muchas veces si necesita algo, pero él sólo les contesta con su sonrisa sin dientes y su voz aguda y desinflada. La última tarde que pasaron a verlo estaba limpiando pescado en la puerta de la casa, sobre un cubo, en su taburete, cuando se acercaron. Mientras rascaba las escamas de una lubina con la vieja navaja y sus manos temblorosas, rasgó la piel y los chicos vieron como surgían en la superficie enroscándose unos pequeños gusanos blancos. Al verlo, todos se apartaron hacia atrás un poco y se quedaron en silencio lanzándose miradas de asco. “Francisco, por Dios, no vaya a comerse eso” “Sólo es la caspa del pescado, esto está bueno” les decía con vergüenza sin darle importancia. Por la cara que pusieron Quico supo enseguida que no iban a volver por allí.   

Desde aquel día, los chavales siguieron frecuentando los billares, pero pasaban más a menudo por la otra acera que por la suya. Lo miraban de reojo, a veces lo saludan, pero ya no se paran a hablar. Poco después los billares cerraron por problemas con la licencia y dejaron de pasar por allí. Llegó el verano y el colegio se cerró por vacaciones. Unos meses después, ya en Septiembre, a la salida de las clases, los chicos vieron al fondo de la calle de enfrente una excavadora. Sin decirse nada, se acercaron y se pararon en silencio junto a una mujer que miraba la obra. Tras el primer golpe de la pala, la pared principal se derriba y deja al aire un laberinto de periódicos, cartones, cacharros y bolsas negras de basura. La excavadora va cogiendo montones de escombros en su pala y lanzándolos a los contenedores de obra, esparciendo el olor picante y dulzón de la basura. Todos miran con gravedad, en silencio recogido como el pasado deja lugar al futuro. Al dejar caer una palada en el contenedor, una de las bolsas se engancha y se raja dejando caer un montón de ramas de árbol. Unas manzanas petrificadas se rompen al rodar por la acera. La mujer abre los ojos y las mira con la mano apretada en la boca. Las lágrimas suben por sus nudillos y ruedan por la mano. En la otra mano lleva una carpeta del notario apretada contra el pecho. Dos días después en el periódico dice que el pleno del ayuntamiento aprueba una remodelación del plan parcial de desarrollo urbanístico donde se le concede a esa parcela dos alturas más.

AIALA Y LAS ESTADÍSTICAS

 

AIALA Y LAS ESTADÍSTICAS

AIALA  significa alegría

 DILIGENCIA DE NOTIFICACIÓN

En la ciudad de Valencia, a  12 de abril de 2019,


Doña Inmaculada Espiñeira Soto, Notaria del Ilustre Colegio de Valencia, con residencia en esta capital, a instancia de Doña Zenobia Ariztimuño López de Miguel, mayor de edad, con domicilio en Tepotzotlán (México) con DNI 66-666-666 X en calidad de requirente.

Me requiere a mí, Notaria, y yo acepto, para que mediante la presente diligencia de notificación comunique a cuantos pudieren tener interés legítimo en la sucesión de Doña Zenobia Ariztimuño López de Miguel al objeto de que en el plazo legal de 15 días, a contar desde el siguiente a la recepción de la presente, comparezcan en mi despacho profesional sito en la calle Colón, número 32, de la ciudad de Valencia al objeto de ejercer, en su caso, su derecho hereditario mediante la aceptación o repudiación de la sucesión mortis causa de Doña Zenobia Ariztimuño López de Miguel.

En el caso de no comparecer seguirá el procedimiento sucesorio por sus trámites, sin merma del ejercicio de cuantos derechos y acciones se consideren asistidos, con derecho legítimo a la meritada sucesión.

La presente diligencia quedará unida a la matriz del acta de la que trae causa, quedando constancia en las copias que de ella se libren o expidan.


Firma.- Rúbrica y sello de la Notaria.

***

El relato  “UN ANTES” 

I 

-¡No sigas, no sigas...!. ¿Por qué me gritas siempre dentro del coche?

 

Está claro, porque no me puedo escapar. ¿Quién dice que no puedo escapar? Noto como mi mano se va hacia la puerta del coche, para abrirla. Quiero salir. El coche va muy rápido. Bueno, pues que se acabe todo. Solo falta que me rompa algo o quede mal y el resto de vida esté bajo esta presión. Algo en mi cabeza quiere estallar. Noto el pulso en las sienes. Hace calor. No funciona el aire acondicionado. Me asfixio.

 

Miro por la ventanilla, veo pasar los naranjos, casas, coches... Repaso en mi interior quién, me puede ayudar. Qué inútil. No sé cómo, me he ido alejando poco a poco de todo. Cine. Lectura. Amigos.

 

Él sigue hablando fuerte. Golpeando el volante. Yo no quiero callarme. Quiero que me escuche.

 

-No entiendo tus celos y a la vez me hablas de libertades, imagino que solo es en lo que atañe a tu persona. A mí que me zurzan –que diga eso le enfurece más-.

 

-¡Basta ya! –que alce la voz, creo que le asusta-. 

 

No soporto más, estoy agotada. Cuando me grita así… me quedo con la mente en blanco, mi cerebro no sabe de frases coherentes. En la distancia salen. Ahora no.

 

-Vamos a calmarnos ¿vale? –me revelo a esas frases que no solucionan nada, solo tiran tierra encima- Eres mi princesa. Solo te quiero a ti. Sabes que yo me comporto así, pero luego me calmo y te trato como una reina. Porque te trato como una reina ¿Verdad?

 

No quiero hablar. Seguirle el juego.

 

-Odio tus silencios. Pobrecita. Quieres dar pena –agito mi abanico como para ahuyentar las palabras-.

 

-Venga… –y me pone su mano derecha con la palma hacia arriba a la espera, mientras conduce.  

 

Se supone…, él supone, que yo tengo que estar agradecida porque es un gesto de caballerosidad y tengo que poner mi mano izquierda apoyada en la suya como si me ayudara a bajar una escalera en un acto final.

 

Me da un beso en la mano dulcemente, como de enamorado. Noto como me mira por el rabillo del ojo y se van relajando sus facciones. Las mías enfriándose.

 

Esto se acaba. No me apetece nada vivir. Ilusionarme… creer… para luego esto. Desde que he nacido siempre así. Yendo contra corriente.

Esperando… ¿qué?

 

Estamos llegando a Valencia, cuando llegue a casa me daré un baño, pondré sales, quizás velas. Sí, creo que un baño lo solucionará todo. Dicen que es un tránsito dulce, relajado, notas como un mareo y… la nada.

 

Las estadísticas dicen que las mujeres nos suicidamos menos que los hombres. Que tenemos más salidas. No voy a dejar una nota.

 

-Baja, voy a aparcar. Iré al Bar con los amigos. No me esperes para la cena –veo como se aleja el coche una fina lluvia ha empezado a caer-

 

Estoy ante el portal. Abro la puerta. Miro el buzón e instintivamente lo abro. Hay cartas. Las cojo.

 

Qué ironía ¿qué me importan las cartas? Más facturas. Subo en el ascensor. Miro la puerta de entrada todavía sin abrir. Encima de la mirilla hay una imagen del corazón de Jesús.

 

¿Para proteger qué?

 

¿Quién te puso ahí? ¿Quién vivió aquí? Era beato o simplemente quería pasar desapercibido de la policía social de otra época. ¿Qué más da? Tiro las cartas en el mueble del recibidor. Una de ellas de color marrón sobresale de las demás. Está escrito el sobre a mano, con una caligrafía casi perfecta y dirigida a mí, Doña Aiala Garcés Ariztimuño

 

 

II

 

Mis pasos me guían al cuarto de baño de la habitación. Miro la bañera. El pensamiento juega conmigo. Empieza el ritual ¿El ritual? ¡Qué ironía! El último placer.  La escena... Tampoco.

El sonido de la llave en la puerta, me devuelve a la realidad. Y mi cuerpo reacciona yendo al salón a recibirle. Ahora, como tantas veces disertará. Querrá hacer las paces. Sin dejar hablar. Sin escuchar.

No ha sido así. Me ha dado un beso ligero en la boca. Las buenas noches. Y se ha puesto a ver deporte en la tv. Yo me voy a la habitación.

Lleno la bañera. Meto la mano para ver la temperatura. Añado sales. Hago que salga espuma. Enciendo una vela, el aroma es de flor de albaricoque. Me sumerjo. Cojo las tijeras de cortarme el pelo que he dejado en el taburete de al lado. Esas tan afiladas que tengo. Saco la mano izquierda fuera del agua y con la derecha, suavemente… de izquierda a derecha, dejo deslizar el filo de la tijera abierta por mi muñeca.

Hago una línea horizontal, paralela a las cadenas que separan la mano, perpendicular a las venas.

Empieza a brotar el líquido rojo. Con cada pulsación. Con ritmo. Haciendo un río… que el agua expande.

Cierro los ojos. No me impresiona la sangre. Nunca lo ha hecho. Noto el placer del Baño. Y un ligero mareo. ¿Sugestión?

¿Y mañana qué? Mañana nada. ¿Y para llegar a esto has luchado por la felicidad? 

Abro los ojos. Cojo una toalla. Presiono la zona. Lo he visto hacer en las películas. El corte es superficial. Estoy a tiempo, creo. Abro el cajón, todo está allí. Lo sé. Una gasa, un esparadrapo, todo bien apretado… rápido, rápido.

Me acerco a la bañera. Abro el tapón del desagüe. El agua tiene un ligero tono rosa. Dejo correr el agua y ayudo con la alcachofa de la ducha a que se vuelva transparente. Cierro el grifo. Apago la vela.

Me siento en mi lado de la cama. Apoyo ligeramente las manos sobre el colchón, giro suavemente el cuerpo sobre mí misma y lo dejo caer. Apoyo la cabeza en la almohada. Huele a mí. Paso mi mano derecha por debajo de la almohada y la izquierda la dejo caer encima, suavemente. Como si la almohada fuera un cuerpo y le tuviera cariño. Molesta la herida.

¡Qué ilusa! Siempre pensé que todo el resto de mi vida dormiría abrazada a alguien. Y ahora esto. Ver como se acuesta a mi lado y me da la espalda para dormir. Eso sí, si cree que estoy despierta me da las Buenas Noches y me da un beso. Como un manual del buen marido. Quiero creer que hubo un tiempo que por amor.

Es de madrugada. Ya no escucho el sonido de la tv. Hoy no se ha acostado conmigo. Salgo al balcón. Miro hacia el Cielo y veo como las gotas de agua atraviesan la luz de las farolas y caen como agujas en mi rostro. Cierro los ojos. Noto como buscan el surco de los ojos, la nariz… abro la boca y esa mezcla de ellas junto con las mías saladas, me dan una extraña tranquilidad.

 

 

III 

Despierto. Me duele el corte de la muñeca. Vuelvo a recordarlo todo. Es un nuevo día. Me acerco a la cocina

Él me pregunta por la venda. Yo digo que una mala postura y que…

-Pues muy bien. –me corta, no me escucha-.

Se dirige a la puerta de casa y sale sin más. Da portazo. Sabe que los odio. Oigo la puerta del ascensor. Silencio.

Me acerco a la puerta de entrada. Doy dos vueltas a la llave. Hacerlo me hace sentir segura. Apoyo mi espalda en ella. Me giro y observo el sobre con mi nombre. Lo cojo.

 

Voy a la ventana. Apoyo la frente en el cristal. Miro la calle. Él está mirando hacia la ventana desde la acera. Me dice adiós con la mano y me lanza un beso. ¡Qué maravilloso, me pareció al principio ese gesto! Yo solo, agito la mano. Se va. Ya no volverá a mirar. Antes sí. Y me quedo, como esperando. Leo la carta. Allí. De pie.

Me dejo caer en el sillón, como peso muerto. Releo la carta, varias veces. Cojo el móvil. Marco los números directamente, sin buscar en la agenda

-Hoy no puedo ir al trabajo, me encuentro mal.

…..

-Me caí, y el dolor de la muñeca no me ha dejado descansar.

…..

-Sí, iré a que me lo miren. Gracias.

 

 

IV

-Zenobia... Mi tía Zenobia ha muerto –me escucho decir- Y me avisan para la lectura …, no entiendo nada.

-¿Me nombra en el Testamento?

Me vienen escenas de las veces que la he visto. Recuerdo a mi madre contar que en la adolescencia estaba muy unida a su prima.

Siempre hablaba de lo bien que se lo pasaba con ella. Esperaba con obsesión sus encuentros. Cuando estaban juntas sus risas se dejaban oír por toda la casa.

Recuerdo en especial aquella Fiesta. Se bebió mucho. Mi tía Zenobia como siempre estaba rodeada de moscones, aunque hoy creo que ella ya había elegido, su mirada no se apartaba de él cuando se movía entre la gente. Esta vez había invitado a Valencia a un grupo de amigos mexicanos, unos vinieron con ella desde México y otros los rescató de diferentes puntos de Europa. La Fiesta duró todo un Fin de Semana.

Me sentí observada por ella en un momento de la noche.  Sus ojos tenían cierto brillo y mirada ligeramente ida. No sé si le gustaba mi persona, nunca me había prestado mucho caso. Mientras se acercaba a mí, con la cabeza ligeramente inclinada hacia un lado, como si le pesara, la estudié. Aprecié en ella cierta… envidia ¿quizás hacia mi juventud? ¿Imaginaciones mías?

Pero no, creo que no. Yo notaba que los chicos, incluso hombres, me miraban. Quizás fuera eso, una añoranza de la juventud.

Ella no era una belleza, pero sus facciones eran interesantes, nunca perdía las formas y si las perdía lo hacía… elegantemente. Podría decirse que era lo que más predominaba en ella.

Cuando llegó hasta mí empezó a hacerme preguntas no recuerdo nada de ese principio de la conversación, solo que estiró sus manos -maravillosamente cuidadas- y cogió las mías entre las de ella y buscando mi mirada, me dijo:

-¡Sé tú!. ¡Siempre sé tú!. Así no te engañarás nunca. Confía en ti. Puedes. Tienes fuerza, desprendes fuerza.

Luego me abrazó, pero de esos abrazos que dicen… quiero que lo sientas.

 

Miro el reloj. Mis manos siguen apoyadas en los brazos del sillón y la carta en mi regazo.

Me he ido. Por un momento no he estado, ni he llevado el lastre de cada mañana. De la rutina. Quizás seamos nosotros los que tejemos nuestras propias rutinas y luego no sepamos salir de ellas.

Creo que comeré algo ligero y me iré al despacho. Dejo la carta en la mesa camilla. Necesito ordenar mis ideas, pero si no voy, mañana puedo sentirme agobiada con el trabajo acumulado.

 

V

Se abre la puerta del ascensor. Estoy ante mi puerta, miro el número… 18, el número de la vida. ¡Qué ironía!. Un número que vive por su propia independencia y libertad. Suspiro.

 

La llave no está pasada. Seguro que ya ha llegado.

 

-¡Hola! Ya estoy aquí –digo-.

 

-¡Hola Cariño! –contesta-. ¡Qué guapa estás! ¿Y lo de la mano?

 

-Fue anoche, estaba… -no me escucha, sigue hablando-.

-He leído la carta. ¡Qué buenas noticias! ¿No?

-Eso parece –contesto-. Mi tía Zenobia parece que ha querido…

-¿Cuánto te habrá dejado? -¿me lo pregunta?-.

 Me está mirando. Yo estoy de pie, esperando que acabe de hablar. Como la mayoría de veces, esto va a ser un monólogo. Pues no, parece que esta vez, espera una respuesta.

-No tengo ni idea, pero creo que hizo una gran fortuna en México promocionando a artistas y … -otra vez me deja con la palabra en la boca-.

-Pues podríamos hacer grandes cosas con el dinero que sea. Porque nosotros nos adaptamos ¿verdad?

-SÍ –contesto-.

-Si es poco un pequeño viaje. Sin grandes pretensiones…, algo sencillo, por España. Si es mucho ya veremos, entre los dos lo decidiremos.

Acaba de hablar y vuelve a buscar en mi mirada. Mis palabras con sus respuestas. Como en el Restaurante ante los demás –paga tú el dinero es del mismo bolsillo-. ¿Lo Cree de verdad o solo se justifica? Solo yo sé que solo se justifica, aunque a veces pienso que lo quiere creer de verdad. Y continúa disertando.

-Porque siempre estamos unidos para todo. Contar el uno con el otro es lo mejor. Somos una familia. Lo mío es tuyo y lo tuyo es mío ¿no? –silencio-.

-¿Cómo cae la fecha? Por supuesto te acompañaré, no te vayas a sentir sola.

No sé de donde saqué las fuerzas, pero digo:

-Iré sola.

Lo digo con tanto convencimiento que se queda callado. Incluso yo me he sorprendido al escucharme. Quizás es la forma de tratarlo. Dominando. Yo no quiero eso.

Noto el rictus en su frente y como se convierte su boca en una línea recta. Casi no se ven los labios.

Salgo del salón hacia la habitación, para cambiarme y quitarme sobre todo los zapatos.

Sin mediar palabra me meto en la cocina y empiezo a hacer ruido con todos los objetos, el ruido justo para que se  aprecie actividad

 

VI

Me gusta notar el agua correr por las manos. Romper su chorro. Mirar su transparencia. Me gusta que las pilas den a una ventana

y no a una pared. Y como en una letanía me estoy escuchando decir en voz alta:

 

-Lo tuyo es tuyo

-Lo mío es mío

-Lo tuyo no es mío

-Lo mío no es tuyo

-Y no, no te pertenezco.

-Y en ningún momento quiero que me pertenezca nadie.

-Y… aunque sí me he entregado por completo, lo volvería a hacer.

 

Siento su presencia. Sé que me ha escuchado. Sé que no va a decir nada.

Noto que se acerca a mí. Por la espalda. Sé que le excitan mis movimientos cuando friego… o quizás el de cualquier otra.

Ya no importa. Creo que ya no importa. Me rodea la cintura. Me susurra:

-¿Por qué no es siempre así? Dialogando, escuchándonos.

Por un momento quiero dejarme llevar, como tantas veces. Con el vaivén de la danza del preámbulo. Creyendo. Esperando… esperando… Hay algo en mí que dice... NO

Muevo las caderas con un vaivén suave, lo suficiente para:

Despegar sus manos

Mirarle a la cara

Volverme a la ventana

Seguir jugando con el agua

Seguir…

Se ha enfadado, lo conozco bien. Oigo el sonido de las llaves y un portazo. Se ha ido. ¿Cómo me siento? Me siento bien. Cierro los ojos. Viene a mi memoria una tertulia a la que asistimos, el tema era LA FELICIDAD. Tanto el matemático, el estadista y el psicólogo que eran los invitados, coincidían que cuanto te toca la lotería o heredas una fortuna, la felicidad suele durar entre tres a seis meses.

 

Nunca he sido consciente de ser feliz

Voy a vencer a esa Estadística

Si me garantizan tres o seis meses, me hace sentir bien el solo hecho de pensarlo… tres o seis meses… –repite mi pensamiento una y otra vez-.

-¡Voy a escucharte Zenobia! –digo en voz alta-.

- Voy a escucharme

- Y voy a ir acompañada a esa lectura con mi mejor amiga

- YO MISMA

 

                                                                           Delia

16 de Junio de 2019

                                                                  Un antes y un después

 

 

 

El relato y  “UN DESPUÉS”

Han pasado casi dos años. El día que terminé de escribir el relato mi marido me invitó a cenar. Yo ilusa de mí pensé que se acordaba de nuestro aniversario, 41 años casados. La cena transcurrió normal. Al final me dijo que quería hablar. Que las cosas no podían seguir así. Quería libertad. Yo en un primer momento le dije que podíamos darnos un tiempo. Él dijo que no. Quería el divorcio. Me entró una serenidad desconocida en ese momento para mí. Yo le dije que bien. Él me pidió que el abogado fuera un amigo de ambos, pero que como confiaba en el abogado, lo arreglara yo y que a él solo lo llamara para la firma del convenio. Que iba a estar conforme con todo. Yo le dije que sí. Eso fue el 16 de junio de 2019 y el 14 de julio de 2019 se firmaba el convenio. Empezó una nueva etapa para mí y sentimientos que a veces se volvían contradictorios. La sentencia del divorcio y su firmeza fue un 25 de septiembre de 2019. Y a continuación la pandemia y la falta de abrazos.

¿Qué pasó? ¿Le incomodé con mi seguridad? No lo sé.

 

¡Ah! No lo he dicho. El relato que habéis leído, era uno de los personajes de una novela que nunca se llegó a publicar. Cada uno de los que formábamos el curso tenía el suyo propio y en el último capítulo se juntaban todos en una notaría para que leyeran el testamento. El que dirigía el curso me dijo que mi personaje parecía sacado de un manual de maltrato psicológico, que lo disfrazara un poco. Me dejó muda. La historia era inventada, algunas escenas, la mayoría, no. Me fui a casa. Lo volví a leer con esa mirada que viene desde fuera y decidí que quizás ese relato “de manual” debería ser leído por quien necesitara despertar.

 

                                                                           Delia

                                                                  11 de abril de 2021

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